Era una noche de ésas,
lluviosa, oscura y fría,
de huracanado viento
que sorprendió en verdad,
en horas avanzadas
cuando a mi hogar volvía,
encontré a un pobre niño
que en un portal dormía,
era una noche de ésas
de recia tempestad.
De pronto estalló un trueno
y al resplandor de un lampo,
que iluminó un momento
aquella oscuridad,
mis ojos contemplaron,
en ese breve escampo,
el rostro de aquel niño
tan blanco como un ampo,
aquel era el espectro
de la mendicidad.
Lo desperté y, entonces,
el niño sorprendido
trataba de alejarse,
pero yo le calmé;
le pregunté la causa
que allí le había traído
y el pobre me repuso,
aun todo confundido:
—Me sorprendió la noche
donde me hallara usted.
—¿Quién eres?, ¿dónde vives?,
dime, ¿te has extraviado?,
la noche es tan horrible,
no puede haberla peor.
Me contestó llorando:
—Soy un desamparado,
en fin, yo soy un paria
al que ni nombre han dado
y el mundo me conoce
por huérfano, señor.
Me albergo al pie de un árbol,
lo mismo que en un quicio,
y vago por el mundo
en alas del dolor.
Yo fui para mi madre
la cruz del sacrificio,
la que en su amarga pena
me arrojó en un hospicio,
haciendo de mi vida
camino de dolor.
Hay madres que abandonan
sus hijos, ciegamente,
le niegan su cariño,
destrozan su ilusión.
Hay madres que abandonan
su hogar, cobardemente,
dejando hijos que lloran
por ella, amargamente.
Ésas se llaman madres...
madres sin corazón.
(Poema original):
Era una noche de ésas,
lluviosa, oscura y fría,
de huracanado viento
que sorprendía en verdad,
en horas avanzadas
para mi hogar volvía,
encontré a un pobre niño
que en un portal dormía,
en esa noche de triste
de cruda tempestad.
De pronto estalló un trueno
y al resplandor de un lampo,
que iluminó un momento
aquella oscuridad,
descubrió mi mirada
en ese breve escampo,
la carita de un niño
tan blanca como un ampo,
que parecía el espectro
de la mendicidad.
El cabello en desorden
de almohada le servía,
pues nunca su cabeza
abrigo conoció;
un traje hecho jirones
al pobre ser vestía,
a más los pies desnudos
a la nevada impía;
éste era el niño errante
que hallé esa noche yo.
Lo desperté y, entonces,
el niño sorprendido
trataba de alejarse,
pero yo lo llamé;
le pregunté la causa
que allí lo había traído
y el niño me repuso,
aun todo confundido:
—Me ha agarrado la noche
donde me hallara usted.
—¿Quién eres?, ¿dónde vives?,
dime, ¿te has extraviado?,
en una noche de estas,
que no puede haberla peor.
Y llorando repuso:
—Soy un desamparado,
yo soy un pobre paria
que ni nombre me han dado
y el mundo me conoce
por huérfano, señor.
Me albergo al pie de un árbol,
como igual en un quicio,
yo soy un peregrino
en alas del dolor,
y fui para mi madre
la cruz del sacrificio,
que con amarga pena
me arrojó en un hospicio,
porque con ello ahogaba
la voz del deshonor.
Vamos, le dije, niño;
vamos amig